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Vengo volviendo



Él adopta una formalidad casi asfixiante al salir después de estacionar el coche. Ella permanece dentro un momento, observando el ritual que acontece entre el muchacho que la acompaña y el hombre que resguarda las alcobas. Les observa mientras se da la transacción: fría, pero amigable, y sin embargo es patentemente obvio el aire de falsedad en la interacción. Corta bajo la métrica del reloj, alargada por la distorsión del velo que prende entre Él y el mundo, ve lo que lo une a Ella y que inevitablemente les aísla. En poco tiempo saldrán de aquí sin ese velo, parte del mundo una vez más. Mientras tanto, hacen la pantomima de ser-en-el-mundo, disimulan formar parte de él hasta que llegue el momento en que logren dar materia a los muros que les separan de les demás.


Ella observa la transacción: Él da un billete, le regresan otro de menor valor, unas monedas y la llave magnética que les permitirá entrar a la habitación. Al finalizar el trueque, Ella sale del coche también y ambes entran al edificio. Se encuentran en un vestíbulo que chorrea de una sensualidad redundante: manchas de color rosa y magenta en forma de siluetas ambiguamente voluptuosas y femeninas. Ni Él ni Ella prestan atención a la decoración, se dirigen directamente al elevador y lo esperan para poder subir al piso en el que encontrarán su morada temporal.


El elevador llega a la planta baja, y ocurre lo peor que pudiera suceder: al abrirse las puertas, se encuentran con otra pareja que va de salida. Él y Ella bajan la mirada instintivamente, negándose a reconocer a quienes están frente a elles, sin siquiera reconocer su apariencia y, por consiguiente, su aparente género. Uno pensaría que pudiera haber cierta camaradería entre las parejas, pero esto supondría una comunidad o equivalencia en el deseo.


A veces pensamos que la hay, la pretensión de familiaridad con el deseo de Otro es fundacional para gran parte del protocolo cotidiano; sin embargo, la incomodidad de la situación presente desmiente al mito. Además, las parejas se encuentran en lugares totalmente distintos. La pareja que viene de salida existe en la satisfactoria serenidad del después, la pareja a la cual seguimos en la dulce y tortuosa postergación del antes. Se evitan la mirada no sólo por un sentimiento de pudor, sino que también para evitar que desborde la angustia de la contradicción presente: el mismo instante existiendo de dos maneras distintas, como anhelo y como memoria; tempestad y placidez compartiendo el mismo vestíbulo. La pareja que recuerda se retira dejando salir una pequeña risa, la pareja que desea sube al elevador sin decir una palabra.


Apenas se cierran las puertas del elevador, se dan un beso. Los labios buscan cubrir bruscamente a sus adversarios; las lenguas embisten una contra la otra; las manos amasan torpemente al cuerpo ajeno. No es más que un avance, un aperitivo, una batalla previa a la guerra. Se separan (ambes suspirando, jadeando) igual de súbitamente al sonar el tono del elevador que anuncia su llegada al piso en el que está su recamara. Ella logra descifrar el orden de las habitaciones primero, Él la sigue sin decir una palabra. La caminata es corta, son sólo unos cuantos metros (7, para ser exactos) hacia la derecha de donde están los elevadores. Él pasa la tarjeta frente al sensor, requiere de dos intentos antes de que la puerta pueda abrirse.


Entran.

Ella se adelanta y se sienta en la cama.

Él se voltea y cierra la puerta.

Empieza el momento que siempre existió, pero que hasta ahora se hizo presente.

Empieza el momento que aún al terminar perdurará en el recuerdo,

en el olor, el sabor, el calor, las caricias

que seguirán sintiendo.

Empieza el momento en el que las barreras del Yo se rompen,

a la vez que el mundo se hace más pequeño.



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