Una página de Kafka
Actualizado: 12 ago 2021

La sustancia primordial de la pesadilla no responde sino a la justificación de un malestar difuso. Así, preferimos engendrar demonios insostenibles para la cordura en vez de reconocer la brusca ansiedad que impele nuestros días desventurados. Las circunstancias que rodean a la pesadilla son, a lo sumo, banales: su persistencia radica en la sensación. Barajear todas las posibilidades que arroja dicha sensación quizá pueda ser un cómputo inalcanzable para la conciencia humana, pero acaso en ese intento se logra advertir un impulso creador que nos aventura a un amplio camino –arduo camino que ya nos mostró Dante. En uno de estos senderos provenientes de la pesadilla debe hallarse la obra de Kafka.
Bruscamente, dejamos el porvenir de la realidad en otro sitio y nos abandonamos a la intriga que supone una absurda comedia. No hay necesidad de una fantasía mayor que la de nuestro propio acontecer. Así lo reconoció Kafka y nos entregó la suposición y la duda irresoluble. Las palabras de Ricardo Piglia no son pueriles para nuestro interés literario. Dice Piglia que los dos grandes escritores del siglo XX son Borges y Kafka: existe lo “borgiano” y existe lo “kafkiano”. ¿Cuál es el logro que merecen estos dos nombres que tienen más peso en el mundo que todas las mareas implacables que azotan las costas de la memoria? Apuntemos a Kafka, apuntemos a la insostenible dicha de su obra. La pesadilla nos encuentra altamente despiertos y decidimos ser partícipes –si acaso hay alguna elección.
Ahora nos ocupamos de las circunstancias de la pesadilla: añadimos rostros oscuros, meandros, calles desiertas y castillos. Después ocupamos un sitio en el espacio para desarrollar nuestra tragedia interior. Todo lo que habita más allá de la pesadilla nos parece aún más terrible. Kafka ha comprendido la ilusión de la identidad y la sobre exaltación del ego que en nuestros sentidos produce un mundo de reflejos y fantasmas: si es absurda nuestra manera de vivir, busquemos al menos otro absurdo más interesante. Ocupemos la miseria atribuida a otros seres para nosotros: el gran insecto que refleja nuestro cerebro, la culpa que anida en una justicia que ignoramos, el empleo de nuestros últimos suspiros para justificar la existencia.
La prometida época espiritual del hombre se desintegra en los hieráticos movimientos de la vida industrial. El interior y el exterior están comulgando en una hostia de humo que se eleva hacia el cielo. Nuestros días siguen ocultos en alguna página de Kafka, aguardando su íntimo descubrimiento.