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Tatuajes: Permanencias, temporalidades y cuerpos

Actualizado: 12 ago 2021

Sofía Beltrán y Jimena Balcázar


El que quiera ser sujeto de lo político,

que empiece por ser rata de su propio

laboratorio.

-Paul B. Preciado, “Testo Yonqui


I. Introducción: un miembro extraño en un cuerpo aún más extraño


Mi cuerpo es este y no otro. Mi única condición de ser es habitar este cuerpo como espacio carnal y permanente. Me han dicho que esta carne está envuelta por un manto sagrado que no debe tocarse, estirarse, rasgarse y romperse. Porque de ella depende la sanidad de mi espíritu, su carácter inmutable. La transformación de la piel se me presenta como enfermedad, pero la pienso más bien como remedio. Se me pide que cuide mi esencia, aquella cosa abstracta, informe, invisible. Me dicen que no preservarla significa mi perdición absoluta. Sin embargo, aquí siento mi piel, mis órganos, el peso de mis huesos cuando los levanto, cómo terminan conmigo para que empiece después el mundo y el cuerpo otro con el que choco y toco.

La aguja sale, entra. Vuelve a salir para volver a ingresar a la epidermis hinchada, ahora llena de manchas. Apenas penetra una capa, la capa más delgada: sin embargo, siento el ritmo del dolor en todo el cuerpo. El ruido de la máquina se antepone a mi dolor y acalla el pensamiento: esto es decisión. La ola que empieza con el ruido se convierte en contacto y yo, la máquina, le tatuadore, nos mecemos en olas de tinta mientras escarbamos intentando encontrar entre las tres partes el significado que nos va a unir por la duración de este ritual.

El cuerpo que es mío es de todos. El cuerpo no es de todos; es mio, tampoco es mío. El tatuaje es mío, el cuerpo no. El cuerpo es mío porque el tatuaje es mío y vive en mi cuerpo. El tatuaje cicatriza sobre una piel que me es por completo ajena. Da comezón y se rasca a sí mismo, se desconoce en la medida en que se reconoce. Viene de afuera pero vive dentro, dentro… demasiado dentro. Me preguntan por el tatuaje, yo les respondo que le pregunten a él, lo volteo a ver, esperando que les cuente cómo es vivir en mi. No sé qué decirles que no les puede decir el, que me acompaña todo el tiempo, que verá lo que yo vea, y que vivirá para descomponerse cuando yo no esté.



II. Significaciones y resignificaciones

Cuando yo me miro, rompiendo el discurso que me han dado, encuentro que en mí nada hay que pueda ser llamado sagrado. Entonces tomo lo sagrado, lo hago mío, tomo mis significaciones en brazos, avanzo. Este es el poder de la máscara, de la exterioridad que disfraza lo que siempre pasó por evidente: se puede ser lo que uno quiera, se puede jugar a ser esto a ratos. El tatuaje sobre la piel abre la dicotomía. Esta piel, diseñada para ser esta, ya no es lo que debió haber sido. Pero este cuerpo, tuyo y siempre tuyo, ahora lo es aún más. Ya no está dado, está elegido, seleccionado, personalizado. Se abre el laboratorio, se plantea una hipótesis, una significación, que puede ser permanente, que puede ser tan efímera que dura tan solo unos segundos. Puede ser catastrófica o efectiva. Pero ante todo es mía. Resisto.

Huir del dolor es un ideal común. Sin embargo, habemos quienes deliberadamente elegimos que la carne se inflame hasta dolernos completa. Y luego le volvemos a pasar la aguja, ahí donde ya está inflamado, donde más duele, cada vez más cerca al hueso. Se aprende que el dolor se olvida, es pasajero, es tanto local como circunstancial. Por eso, después del primer tatuaje mi cuerpo pide el segundo. En el dolor nace el cuerpo, nace por primera vez aunque lleves años sintiéndolo, nace crudo y rojo y más vívido que nunca. Y junto con el dolor nazco, yo, que me cohabito, salgo al espacio que es el cuerpo con dolor y me reconozco en él, reconozco el pacto que hice con él, y me escucho por primera vez. Doy cuenta de mis esquinas y mis recovecos, antes ocultos. Se inaugura el espacio que lleva mi nombre, que porta mi sangre. Me delimito: aquí duelo y aquí no. Me acomodo para que aquello que no duele proteja a lo que duele, me organizo para que el dolor entre seguro. Grito.


III. Permanencias


Ha sanado la herida y ahora la porto como cicatriz. Llevo puesto el símbolo elegido. Recuerdo. Mi cuerpo entra de manera diferente en los sentires ajenos, porque ya no es solo un cuerpo. Llevo cuerpos de tinta encima. Se mueven y se retuercen conmigo, y sufren las mismas heridas que yo. Antes de decidir me dijeron que pensara bien en lo que imprimiría sobre mi piel. Dijeron que sería permanente. Pero hasta ahora no sé de nada que sea más perecedero, temporal y pasajero que el cuerpo. ¿Quién perdura más? De repente recuerdo que mis tatuajes están ahí, y nos miramos, y sentimos las transformaciones en nuestros sentidos, en nuestros sentires. No son lo que eran cuando los elegí, porque yo no soy la misma que era cuando los elegí. En vez de sentirse como un peligro, es una invitación a buscar siempre otra significación.

Se ha expandido la tinta. He cambiado de parecer. Antes, cuando decidí que sería esta y no otra cosa la que habitaría mi territorio, en ella descansaba una preocupación absoluta por ser importante, por trascender en la carne, por perdurar en el tiempo, en la memoria. Como prolongación de un recuerdo que se olvida cada vez más, al que se le extingue la nitidez conforme pasan los días, el tatuaje ahora se desdibuja. Se aclara, con él, la urgencia por ser algo más allá de lo que es. El tatuaje envejece conmigo y se lleva consigo el deseo de siempre permanecer estática ante la vida: soy fluctuante, me muevo en el tiempo y mis sentires y significaciones se mueven conmigo. Van a pudrirse lentamente junto conmigo. En vez de correr de ese pensamiento, lo abrazo. Nos extinguimos.



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