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Notas sobre pintura, poesía y cine



Si yo fuera pintor, y quisiera pintar la taza roja que tengo enfrente de mí, podría proceder de diferentes maneras. Podría acercar los ojos a ella, centrar toda la energía de mi mirar en ver todos sus detalles: los momentos exactos en que se curvea, la diferencia precisa de la circunferencia superior e inferior, qué tanto se separa el asta del cuerpo de la taza, de qué manera brilla realmente el color rojo, etcétera. Es decir, podría intentar pintar la taza como realmente es.


Podría, también, enfocar la mirada por encima de la taza, por ejemplo, o en alguno de sus costados; podría mirar la fila de libros que se eleva al lado y ver la taza de reojo; o podría ver la ventana que tengo enfrente y ver la taza de reojo; o podría ver la pantalla, esto que escribo, y ver la taza de reojo. Y entonces, sí, vería la taza, pero no la elocuencia de sus detalles. La vería borrosa, como si de pronto se llenara de espuma transparente o como si la taza fuera una mancha roja con la figura de una taza y no la taza como tal. Pintaría, entonces, algo que se le parece a una taza; algo así como su sombra, una pintura que parte de la taza pero que no pretende pintar la taza como realmente es.


Por último, podría pintar la idea de la taza. Podría preguntarme qué considero yo que es una taza, definirla en mi cabeza, y entonces podría intentar representar pictóricamente la idea de la taza roja que tal vez alguna vez vi, pero que no la tengo a la mano y solo habita en mi cabeza.

José Ortega y Gasset, en un ensayo titulado “Sobre el punto de vista en las artes”, escrito en 1924 (el año, por las vanguardias artísticas, es sumamente relevante), dice: “Primero se pintan cosas; luego, sensaciones; por último, ideas.” (1) Se refiere al resultado de la pintura a partir del tránsito del punto de vista del pintor. Para Ortega, el punto de vista del pintor en el transcurrir de la historia de la pintura ha sido un recorrido del objeto al sujeto.


Para ejemplificar el proceso, analiza seis siglos de pintura. Comienza por el Quattrocento. Ortega llama a esta forma de pintura como pintura de bulto. Lo que argumenta es que, en ese momento, no se concebía la composición; es decir, el cuadro como unidad. El cuadro estaba compuesto por diferentes objetos pero cada uno contenía una autonomía. No estaba pintado un objeto con la intención de relacionarse con los otros objetos, o con los colores del cuadro, o con los posibles símbolos, etcétera. Incluso, a pesar de que ya existiera la perspectiva, los detalles de un objeto más lejano en el cuadro eran los mismos que los detalles de un objeto en primer plano, como si el pintor se hubiera acercado al objeto para verlo con claridad y después pintarlo en todo su esplendor. En otras palabras, todo estaba en primer plano: no había protagonistas.


Después pasa al Renacimiento. Aquí, según Ortega, se empieza a pintar con la idea de la composición. El cuadro se convierte en una unidad. La forma de mirar es la misma que la forma de los pintores del Quattrocento pero el traslado al cuadro es diferente. No se trata solamente de copiar lo que se ve, sino de filtrar, eso que se ve, a través de un aparato racional, con la intención de crear un cuadro con sus propias lógicas. Sin embargo, cada objeto dentro del cuadro sigue conservando su autonomía. Hay, sí, una relación consciente entre ellos, pero sigue habiendo una separación. Ortega, para aclarar la diferencia entre la autonomía de los objetos y la composición, usa una metáfora de orden político: “La visión próxima disocia, analiza, distingue – es feudal. La visión lejana sintetiza, funde, confunde – es democrática.” (2)


Los claroscuritas. Aquí, si usamos la metáfora de Ortega, diríamos que aumenta la democracia. Estos pintores son Ribera, Caravaggio y Velázquez. El elemento que utilizan es revolucionario: la luz. La luz, y no los objetos, se convierte en protagonista: los objetos están al servicio de la luz. La luz es ubicua. Si todos los objetos cumplen el mismo propósito, se convierten en lo mismo. No importan ellos con tal, importa que haya objetos para poder pintar la luz y las sombras. Los objetos son la excusa para llevar a cabo el descubrimiento. La luz es un manto que cubre todo y lo vuelve homogéneo. Los pintores se fijan en la superficie, ahí donde pega la luz, y no en los objetos mismos. Es claro aquí el progreso de la composición, la pérdida de autonomía de los objetos. El mundo va dejando de importar y va adquiriendo importancia, progresivamente, el pintor. El recorrido del punto de vista se acerca a él, a su mundo interno.


Velázquez. A pesar de la luz, los objetos siguen teniendo cierta presencia. El pintor, a pesar de que lo haga para ubicar una superficie donde se pueda deslizar la luz, sigue mirando a los objetos, sigue paseando la mirada entre ellos. Para Ortega, la siguiente revolución consiste en lo que hace Velázquez: “Velázquez, con una audacia formidable, ejecuta el gran acto de desdén llamado a suscitar toda una nueva pintura: detiene su pupila. Nada más. En esto consiste la gigantesca revolución.” (3) Detener la pupila. El cuadro se convierte en una foto, en un derivado de un punto de vista instantáneo, inmóvil. Los objetos se pierden. Nadie los mira porque se los mira a todos al mismo tiempo: ninguno reclama suficiente atención. Como con la luz, que los objetos son la excusa para utilizar ese descubrimiento, aquí los objetos son la excusa de la mirada en sí: algo se tiene que mirar, aunque eso que se mira no sea importante: todo tiene el mismo valor en su falta de importancia.


Impresionismo. Con Velázquez se llega a la frontera entre el objeto y el sujeto; se llega al ojo mismo. Si en el Quattrocento el sujeto estaba al servicio del objeto, con Velázquez el objeto está al servicio del sujeto: el pintor los pinta, aunque no vea ninguno del todo. Los necesita, para trazar algo en el lienzo, pero no son ellos los que le interesan. Le interesa, más bien, él mismo, las posibilidades que puede explorar para pintar de otra manera. Es hasta el impresionismo que se rompe con esto, que el punto de vista entra al sujeto. La pintura, en vez de una absorción del mundo, se convierte en una proyección del mundo interno, en figuras de colores que son sensaciones: “El arte, con esto, se ha retraído por completo del mundo y empieza a atender la actividad del sujeto. Las sensaciones no son ya en ningún sentido cosas, sino estados subjetivos al través de las cuales, por medio de los cuales, las cosas nos aparecen.” (4) Sin embargo, los pintores impresionistas siguen observando al mundo, siguen partiendo de él. Ortega lo explica de la siguiente manera: cuando enfocamos la mirada en un punto fijo, vemos detalladamente el punto fijo en el que enfocamos la mirada pero todo el derredor lo vemos borroso (como yo, que si fuera pintor, una de las maneras que podría pintar una taza roja sería mirando la fila de libros que se eleva al lado y ver la taza de reojo; o podría ver la ventana que tengo enfrente y ver la taza de reojo; o podría ver la pantalla, esto que escribo, y ver la taza de reojo). Los impresionistas, lo que hacen, es eliminar el enfoque de la mirada en un punto fijo y observan todo como miran lo que hay en derredor del punto fijo en el que enfocan la mirada. Se vuelve todo plano e irreconocible. No hay perspectiva ni delimitación: son los fantasmas, empapados de colores, de los objetos que ya no están en el mundo, y que sirven a los pintores para expresar sus sensaciones.


Cubismo. Ortega plantea que las ideas radican en un lugar del sujeto más profundo que las sensaciones. Las sensaciones, como veíamos en el impresionismo, siguen necesitando del mundo para expresarse. Distorsionan al mundo, sí, pero parten de su materialidad, como si el mundo interno estuviera vacío y necesitaran llenarlo de los objetos borrosos que ven cuando desenfocan la mirada. Las ideas, en cambio, se separan de esta dinámica. Las ideas producen objetos virtuales: los inventan, y viven, estos, en un espacio fuera del mundo, en su propio espacio, inventado por la imaginación. Para ver estos objetos virtuales, es mejor cerrar los ojos: ver hacia adentro. Ortega observa cómo Cézanne, en medio de su producción impresionista, descubre el volumen: los cubos, cilindros, conos. Estas figuras (que, sabemos, después Picasso llevó al extremo) son irreales; es decir, existen solamente en el territorio del pensamiento, en ese limbo espacial en el que habitan los objetos que imaginamos y no están en el mundo. Aquí, entonces, el mundo desaparece por completo: se empiezan a pintar las ideas, la zona más profunda del pintor, el lugar más recóndito de su mundo interno: “Los ojos, en vez de absorber las cosas, se convierten en proyectores de paisajes y faunas íntimas. Antes eran sumideros del mundo real; ahora, surtidores de irrealidad.” (5)


Ahora bien, en la poesía podríamos hacer un recorrido muy similar al que hizo Ortega con la pintura, solamente que acorde a los problemas que tiene la representación lingüística, diferentes, por supuesto, a los problemas de la representación pictórica. A diferencia de la representación pictórica, la representación lingüística depende de una convención. La palabra no copia al objeto al cual se refiere, a diferencia de la pintura (pensemos en las cuevas de Altamira), que, al inicio, su intento fue representar, tal cual es, al objeto.


El invento del lenguaje implicó, en el momento de su invención, un mundo diferente al mundo material. El sistema de signos lingüísticos se convirtió en un mundo sonoro, autónomo al mundo. La representación pictórica también implicó el invento de un mundo nuevo, pero digamos que menos separado del mundo material que el da la representación lingüística. La pintura tenía menos libertad porque el proceso de su creación consistía en copiar lo que se veía, mientras que la palabra se podía asociar con otra palabra y así separarse del origen del cual partió e ir construyendo una cadena de asociaciones ajenas al mundo material o, para decirlo de otra manera, ir construyendo cultura.


Como señala Aristóteles en su Poética y su idea de mimesis, la poesía, en ese momento, sí debía copiar al mundo. Pero es importante que mantengamos la idea de que el sistema lingüístico es un mundo autónomo al mundo material. O sea que, para Aristóteles, había que copiar al mundo con otro mundo. Podríamos decir, también, que la mimesis parte del mundo para crear otro mundo (el poema) pero que sigue señalando al mundo del cual partió; es decir, a pesar de que el poema sea otro mundo sigue dependiendo del mundo material, sigue en deuda con él, no se ha separado.


Pensemos en las figuras retóricas y especialmente en la metáfora. Una metáfora es autónoma al mundo, es un mundo en sí misma, pero hecha con los elementos de otro mundo, nuestro mundo. El poeta (para anudar las ideas de Ortega sobre la pintura a estas ideas sobre la poesía) observa a los objetos y los transforma en palabras. La transformación (si seguimos con la idea de mimesis) del mundo en palabras es el poema. Transformación, no descripción. Si hiciera un poema de la taza roja y dijera, solamente, taza roja, no sería un poema, porque estaría simplemente nombrando a la taza. Si dijera, en cambio, el pequeño pozo portátil de café de la taza, estaría creando una metáfora, estaría transformando a la taza con palabras.


Podría hacer un recorrido similar al que hizo Ortega: podría hablar de la poesía de los Siglos de Oro español, del romanticismo alemán y el simbolismo francés. Cada movimiento tiene sus características pero todos coinciden en algo: todos, a su manera, siguen operando desde la mimesis aristotélica, porque nadie se ha desprendido del mundo. Las metáforas que usan significan otras cosas, sí: pero todos los movimientos usan al mundo material para filtrar sus poéticas, sus formas de proceder poéticamente. Es decir, el objeto, antes que el sujeto, como veíamos con Ortega, sigue siendo el protagonista del proceso creativo y el contenido de un poema.


(En todo este proceso, como en la pintura, el recorrido del punto de vista del poeta ha ido avanzando. Es muy probable que podamos encontrar un desprendimiento del poema y el mundo en algunos poetas, en algunos versos separados de la manada, de los movimientos que nombré; pero hablo de manera un poco generalizada para argumentar de manera más clara.)


Es hasta las vanguardias que la poesía rompe con el mundo completamente, que la poesía se vuelve una proyección del mundo interno del poeta y no una absorción del mundo material. Vicente Huidobro, en su manifiesto sobre el creacionismo, dice: “El poema creacionista se compone de imágenes creadas, de conceptos creados; no escatima ningún elemento de la poesía tradicional, salvo que en él dichos elementos son íntegramente inventados, sin preocuparse, en absoluto de la realidad ni de la veracidad anteriores al acto de la realización.” (6)


A Huidobro no le preocupa nada que no sea la realización misma del poema (es decir, nada que no esté adentro del poeta). O, mejor, no le interesa en lo absoluto el mundo material: le interesa, en cambio, crear un nuevo mundo. Recordemos lo que decíamos de la metáfora. La metáfora es, sí, un mundo autónomo… pero que depende del mundo material para ser. Huidobro (y muchos otros poetas de la vanguardia, cada uno a su manera) rompen con esta ecuación: sacan de la ecuación al mundo material. Lo único con lo que trabajan es con la artesanía del intento de la creación pura. Así, el siglo XX está lleno de imágenes poéticas imposibles e improbables, pero poéticas al fin. Veamos una del propio Huidobro:


Del amor saldrá una selva errante.


En este momento de la historia del arte pareciera que el realismo, en el sentido franco del término, es decir, el intento de usar al arte para representar al mundo como realmente es, hubiera desaparecido. Pero en fechas cercanas a la consolidación de este rompimiento artístico se inventó la cámara. La cámara, este aparato derivado de los progresos técnicos, no fue pensada, por supuesto, como invento hecho para involucrarse con la tradición artística. Pertenece, su origen, a otras tradiciones, más cercano a la de los productos industriales. Sin embargo la fotografía vino a solucionar el problema de la representación que se planteó el arte desde sus inicios: la de representar al mundo sin mediadores, sin filtros: crear otro mundo que es exactamente igual al mundo material. Dos mundos diferentes, pero que son el mismo.


La fecha registrada del invento del cine data de 1895. ¡Menos de treinta años antes que las vanguardias! El cine, el arte más reciente, es al mismo tiempo el más arcaico. El cine significó dos cosas: por un lado, liberó al arte del problema de la representación del mundo; por el otro, cubrió la necesidad de representar al mundo. En el siglo XX tenemos al cubismo, al creacionismo, tenemos todos esos mundos que son otros mundos y no terminamos nunca de entender bien, pero tenemos también películas, en las que vemos nuestro mundo y sentimos un alivio, como cuando nos vemos en el espejo y nos reconocemos. Estos dos caminos opuestos son caminos complementarios. Uno le da pie al otro: no se interrumpen; al contrario: se nutren.


La gran pregunta, que no voy a resolver aquí, y que muchos pensadores se han preguntado y han teorizado sobre ello, es: ¿Por qué queremos representar al mundo? Dicho de otra manera: ¿Por qué inventamos medios que sean como espejos que reflejen el mundo que ya estamos viendo sin la necesidad de esos espejos? ¿Por qué tomamos fotos si ya está el paisaje, ahí, fijo, a la mano de nuestros ojos?



Notas al pie

(1) Ortega y Gasset, José, La deshumanización del arte, p. 206.

(2) Ibíd., p. 202.

(3) Ibíd., p. 200.

(4) Ibíd., p. 203.

(5) Ibíd., p. 205.

(6) Huidobro, Vicente, "El creacionismo" (Web), (07, febrero, 2022)

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