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La obra como autor; el autor como obra

Actualizado: 12 ago 2021


Via: Qwiklit


La trascendencia literaria encuentra sus principios en el misterio, en aquellas palabras inscritas en lo profundo del espíritu humano: el tiempo y la muerte.


El tiempo es la sucesión, la frecuencia, la renuncia, la entrega del pasado al presente, la esperanza del futuro que no llega, la angustia de la libertad. La muerte es aquello que nos rodea, el necesario encuentro que prolongamos con fantasmas, la búsqueda sin búsqueda, la desnudez del deseo, el grito silencioso.


Tiempo y muerte nos acechan, son ligerezas de la irrealidad y, sin embargo, nos tocan más que ningún otro pensamiento. Buscamos en el tiempo permanencia; en la muerte, inmortalidad. La guía es la contracorriente en nuestro viaje, pero en esos esfuerzos paradójicos, devastados por el ansia de retorno como el fiel Ulises, brotan del ingenio las obras que atestiguan el esplendor y el ocaso de la historia.


El tiempo choca con la eternidad y brota el instante; el cuerpo se adhiere al alma y nace el espíritu. En el seno de estos encuentros nace también la obra. ¿A qué origen acudir, de qué fuente mana la verdad de una idea?


Hay certeza en el fenómeno, pero la certeza no siempre va hermanada con la verdad. Así, la obra nace y esparce sus semillas en tantas direcciones como ojos posibles existan, ávidos de un florecimiento, de un amanecer con sombras más frescas y rostros cobijados por sus años.


El ejercicio es reversible en todo término: el autor es muchos autores, es muchas lecturas, muchos deseos, muchas violencias, muchos sueños, indeterminados viajes, indeterminados amores, indeterminados encuentros, innumerables palabras, innumerables rostros. El autor es obra tanto como la obra es autor.


Nietzsche y Barthes nos hablan de dos muertes: el primero la de Dios; el segundo la del autor. Pero ninguna muerte es final y ¿cómo aniquilar una palabra? Se puede aniquilar a un ser humano, a una religión, a una iglesia, pero ¿la palabra no es permanencia por su mutabilidad?


La muerte aparece de nuevo tendida en la mesa del ensueño, ávida de permanecer frente a nosotros, como una herida permanente de la memoria y no como un futuro inaccesible. La muerte nos recuerda a la vez que nosotros la recordamos. La muerte no es aniquilación de ninguna forma, sino un traslado o, propiamente, una resignificación.


Tanto Dios como autor quedan libres de sus antiguas cadenas y adquieren a la vez nuevas libertades, nuevas responsabilidades. Los ecos del progreso nos obligan a olvidarnos de la muerte: innovación sobre renovación. Por esto el autor adquiere fijeza y no así la obra, dadora de puertas infinitas para que los ojos encuentren nuevas esperanzas.


¿Por qué el autor no habría de gozar de la misma suerte? El símbolo debe llevar al símbolo, dice Barthes. Del mismo modo el ser humano interpreta a la vez que es interpretado: los signos se mueven a su alrededor a la vez que se es también signo. En un sistema planetario es fácilmente observable: una estrella alumbra sus planetas, pero cada planeta ve matices distintos de su estrella.


Para algunos el calor es insoportable, para otros la vida se hace posible. Los más lejanos tendrán apenas una sospecha, un ligero destello dentro de sus frías concavidades.


En otras actualidades, las novelas eran censuradas y, consecuencia de ello, los autores eran censurados a su vez. Ahora la censura y el severo juicio cae sobre la figura humana como primer estandarte. Sobreviene que este juicio personal censure, si no legalmente, moralmente a su obra. El personaje sobre la persona, el autor sobre la obra.


Dice Stendhal que la novela es un espejo que se pasea por el mundo y así como refleja los claros cielos también refleja el lodo y la suciedad de las calles. ¿Y de quién es la culpa? ¿Del espejo mismo o de aquel que deja que las calles se ensucien? En este sentido, la dirección del espejo es fundamental.


Si lo práctico es abandonar una obra por lo que fue su autor, ¿no sería apuntar el espejo hacia el fango y olvidar la claridad del cielo que puede ser la obra?


El autor se hace acreedor del escarnio de la crítica por su cualidad de ser humano, pero a su vez es una necedad dejar en olvido la obra pues, como ya habíamos dicho, la obra es tanto autor como autor es la obra.


La crítica unidireccional atiende, en todo caso, a un falso entendimiento del tiempo y la literatura. La paradoja es posible cuando un autor, en su cualidad de ser humano, nos parece terrible, pero su obra es maravillosa. Contradicción, sí, pero es el punto más álgido del conocimiento: la reconciliación de los opuestos.

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