La ciudad eterna: Una historia de superposiciones
Actualizado: 12 ago 2021

El Imperio Romano se viene abajo… su franca decadencia se ha acentuado durante siglos: el precipicio se ha vuelto una realidad: la negra noche se ha apoderado de los latinos. La caída de la ciudad otrora fundada por Rómulo y Remo no es más que una crónica ya anticipada. La capital del imperio que se había adueñado de todo cuanto existía a su alcance ahora está en manos de meros bárbaros. Y, sin embargo, aun cuando las penumbras se han hecho con las calzadas, los arcos, los anfiteatros, los acueductos, las domus, las termas y las basílicas, Roma sigue paradójicamente en pie… Cualquier persona sabe hoy en día que el Imperio Romano dejó de existir hace tiempo. Pero, ¿qué ocurriría si dijéramos que Roma se sostiene hoy en día, que su peso imperial ha subsistido durante estos siglos y que no sólo pervive como una Roma, sino como muchas? ¿Es acaso posible?
Como decía, Roma, de forma paradójica, seguiría en pie puesto que aquella urbe, que se había erigido junto a las orillas del Tíber, continuaría, esta vez, a las orillas del Bósforo, en Constantinopla, en ese lugar que el emperador Constantino el Grande nombró como Nova Roma en el siglo IV. No obstante, en el año de 1453, tras un largo sitio, la sede de la basílica de Hagia Sophía, la ciudad que parecía inexpugnable, sería sometida sin piedad por los otomanos: después de más de dos mil años de existencia, la luz del Imperio Romano se apagaba finalmente, ¿cierto?
Pues bien, paralelamente al que la historiografía ha llamado Imperio Bizantino, en la Europa occidental existía un reino que reclamaba para sí la investidura púrpura, el de Carlomagno, rey de los francos y monarca del Sacro Imperio Romano desde Aquisgrán. Y es que, para la Europa medieval cristiana, el Imperio Romano no debía caer por una sencilla razón: con su derrumbe vendría el Apocalipsis anunciado por San Juan. El plano escatológico reinaba de tal manera que la caída de «la ramera de Babilonia» traería consigo el segundo advenimiento de Jesucristo sobre la Tierra, razón por la cual se alargó la vida del cetro imperial romano.
De cualquier manera, podemos identificar una cuarta Roma. Tras la ya referida caída de Constantinopla, Iván III, soberano ruso, se casó con Sofía, la sobrina del último emperador romano, el basileus Constantino XI, y se autoproclamó como defensor de la ortodoxia cristiana: «introdujo en su escudo el águila imperial bicéfala […] y tomó el título de «zar[derivado de César] de todas las Rusias», designándose el heredero legítimo de los emperadores» (Cortázar y Muñoz, 2014, 472). El águila imperial sobrevolaba Moscú.
Sin embargo, todavía quedaría una página más por escribirse: la fundación de la quinta Roma, esta vez en el Nuevo Mundo, en Washington District of Columbia. Una nueva translatio imperii aconteció en 1790 en el seno de Norteamérica: los estadounidenses se alzaban como nuevos dominadores del mundo, y el mensaje era claro a través de su sistema republicano (res publica) y del neoclasicismo arquitectónico de su ciudad. Comparando el panteón de Agrippa en Roma con el monumento a Thomas Jefferson se llega a conclusiones más que evidentes.
Después de este breve repaso histórico, vemos cómo cada época crea su propia imagen de la realidad pasada para que encaje con sus necesidades y preocupaciones del momento. Esto es, la historia se sobre-escribe desde y para el presente que, de manera arbitraria, se apropia del pasado. La concatenación de superposiciones en relación con la Ciudad Eterna tiene un claro mensaje legitimador e ideológico, de eso no cabe duda. Así, cuando cada una de estas unidades políticas se alzaba con el aura romana, estaba creando una sobreescritura, una nueva capa de sentido; eso que Jacques Derrida llamaría palimpsesto. Se entiende, si introducimos a Freud, como una yuxtaposición semántica en la que se conjuntan niveles pluridimensionales, tanto espaciales como temporales, de lo que implica, en este caso, la Ciudad Eterna. Básicamente, es una escritura simbólica que escribe sobre otra. Roma no hay una; hay muchas, y todas ellas son el resultado de la resignificación de múltiples lecturas-sobre-escrituras.
Por tanto, Roma es un espacio en el que el tiempo parece suspenderse, pues pasado y presente quedan superpuestos en el mismo sitio de forma mística. Y esto ocurre de dos maneras. Caminar por sus calles conlleva un viaje temporal ya que, de manera simultánea, se puede convivir con edificios y monumentos propios de la edad antigua, del medioevo cristiano, de la modernidad renacentista-reformadora y de nuestros tiempos contemporáneos, todo yuxtapuesto en un mismo lugar. Se van construyendo más y más capas de sentido: un palimpsesto ad infinitum de carácter semántico-espacial ¿Y qué pasaría si pudiéramos ver todas esas capas al mismo tiempo como cuando cortamos transversalmente un pastel?
Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo; que las almenas del Castel Sant’Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio de los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter Capitolino […]. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotanda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de Agrippa […] (Freud, 2012, 9-10).
Esta metrópoli, entonces, posee una carga semántica con la que, me atrevo a decir, ninguna ciudad del mundo se puede equiparar. Pero esta supervivencia a lo largo del tiempo no sólo se traduce en términos espaciales, es decir, en la propia ciudad localizada en Italia, sino que también la presenciamos a través de sus múltiples mutaciones espaciales de aquellos que se han autoproclamado como romanos. ¡Qué miedo nos da que se esfume la llamada Ciudad Eterna! Todos queremos vernos en el espejo de los herederos del pesado legado latino y estamos tan obsesionados con este que hemos llegado a adoptarlo e imitarlo en nuestros sistemas de pensamiento, en las artes, en las leyes… en un larguísimo etcétera; una translatio imperii que aparentemente nunca termina.
«Pensar históricamente consiste en descubrir lo múltiple en la aparente unidad» (Mendiola, 2002, 12): no hay una Roma-en-sí, no hay una sola Roma; hay muchas en función de las imágenes que tenemos y las reapropiaciones semánticas que hacemos de ella. Por lo que lo similar termina siendo disimilar en el momento en que se observa desde la perspectiva histórica. Cuando hacemos historia de Roma, o de cualquier otro acontecimiento histórico, estamos creando una nueva capa de sentido; estamos, por así decirlo, dando vida a nueva Roma.
Bibliografía:
Cortázar, J. A. y Muñoz, J. A. S. (2014). Manual de Historia Medieval, Madrid, Alianza Editorial.
Freud. S. (2012). El malestar en la cultura. Traducción de Luis López Ballesteros. Recuperado de: <http://institutocienciashumanas.com/wp-content/uploads/2019/08/Freud-El-malestar-en-la-cultura-1929.pdf>.
Mendiola, A. (2002). Las tecnologías de la comunicación. De la racionalidad oral a la racionalidad impresa. Historia y grafía (18), 11-38.