Irrealidades de la memoria
Actualizado: 12 ago 2021

Detrás de la sombra de todo paisaje se circunscribe la luz que dibuja (o desdibuja) la memoria. Y por memoria no es posible enunciar los hechos ilusorios del nacimiento y la desidia que conllevan las formas irregulares de los seres humanos: es nuestra existencia irreductible a los hechos cronológicos y atemporales que resguardan la certeza de nuestra edad.
El instante replica su forma en distintos ángulos hasta que logramos descifrar alguno y de esta manera nuestro lenguaje certifica nuestro nombre en la historia. Pero la certeza (en una medida irreparable) es en sí misma el vacío de nuestro pulso.
¿En dónde habitar, entonces, sino en el mismo reflejo de todas las noches que hemos de recordar? Quizá la clarificación de toda paradoja no halle respuesta más que en el andar irremediable de una creencia justificada por los caminos de lo positivo y lo negativo (lo real y lo innombrable), aquello que no puede ser reducido a unidades mínimas.
Es esta revelación la que me ha llevado a lo posible, al intervalo, a la ausencia inanimada que resurge de los confines más remotos de las esquinas. Es, en lo posible, en donde se resuelven todas las derivaciones absolutas que propone la existencia. Si Dios existe (me atrevería a apostar que existe) tendría que habitar, por necesidad, aquí. Dios es únicamente lo posible, pero lo posible abarca toda irrealidad, todo mundo, toda implicación, todo evento revelador de cualquier belleza.
El mundo se posibilita por las imprecisiones del lenguaje (que a su vez son las imprecisiones de la memoria). El mundo es, a fin de cuentas, una predilección del azar. Su aurora es creada por la imposibilidad de nombrarla realmente. ¿Qué otros caminos, qué otra sed de perdición renacerá en nuestros labios más tarde? Ninguna vida es más ancha que el instante de prolongaciones al que adherimos números absurdos para lidiar diariamente con la existencia. Lo inmóvil, lo crucial, permanece en una esfera más allá de la volatilidad del lenguaje.
El recuerdo no es más preciso que un sueño confuso. Los recuerdos atan las irrealidades, conforman otros sueños confundidos, otros cuerpos que en la quietud impalpable se destienden en las largas horas de la vigilia. Yo mismo he caído en esa confusión. Yo mismo he dudado un segundo antes de que mis ojos recreen el mundo una vez más al despertar. Las ensoñaciones de mi pensamiento me responden y yo no comprendo sus voces. No hay locura ni tedio en estos razonamientos, sólo imposibilidad, la posibilidad de los que creen.
Es, entonces, una palma dibujando su sombra lo que somos. Un intento de establecer, de esclarecer los trazos silenciosos que ocupan los espacios vacíos. La oquedad que completa al mundo. Paz lo decía: “Oh mundo, todo es noche y la vida es relámpago”. Creo fiel y amargamente en esto, pues la luz no es más que un instante que nuestra mente prolonga como verdadero.
Que nuestros nombres y promedios se repitan cada día es mera casualidad. No puedo saber más allá del instante, no puedo afirmar nada en esta correspondencia de irrealidades, en esta correspondencia de fantasmas. Todo lo que me contiene dura un segundo, un segundo constante, inmutable, inmortal y eterno. Crear lo que no veremos, dice Gerardo Diego, eso es la poesía. Y la poesía es creación pura, sin intermediarios, sin tiempo y azar; es un solo ente, una imprecisión del alma, nada más y todo más.
La sincronía de nuestros días comienza con cada suspiro y cada respiración latente de nuestros corazones. Nuestros, porque no podemos pensar que son de otro. Aunque lo más probable es que nunca hayamos participado realmente en ninguna acción palpable en el mundo. Quizá sólo seamos testigos inmóviles, como el tiempo, de la quietud improbable de la vida.