Esperanza y abstinencia

Zeus, después de castigar a prometeo por robar el fuego y dárselo a la humanidad, le encarga a su hijo Hefesto elaborar una mujer de arcilla y darle vida. A demás dioses y diosas del panteón griego les pide infundir a la mujer de arcilla cualidades con las que se les identificaba: Afrodita le da belleza y gracia; Atenea, la habilidad de tejer y de adornar sus tejidos; Hermes, bajo las órdenes del rey de los dioses, le impregna la tendencia hacia el engaño y la desobediencia. Una vez terminada, la mujer de arcilla es nombrada Pandora.
Epimeteo fue el hombre al cual Prometeo le obsequió directamente la flama. Podemos inferir que prometeo estaba consciente de que Zeus buscaría retribución sobre él también, pues le advierte de no recibir ningún obsequio de parte del monarca del monte Olimpo. Sin embargo, Epimeteo no logra resistirse cuando Zeus llega con dos regalos para él: la bella Pandora como esposa y un hermosísimo jarrón. Antes de partir, Zeus advierte a ambos que no deben abrir el jarrón, sabiendo que Pandora no podría resistir la tentación.
Así comienza el mito griego de Pandora y su jarrón (erróneamente traducido frecuentemente como el mito de la caja de Pandora). Ya sabemos cómo acaba. Pandora abre el jarrón para saciar su curiosidad, y de ahí salen todos los males existentes, males que Zeus metió allí con la intención de que éstos acecharan a la humanidad mientras esta existiera. No todo se escapó del jarrón, Pandora logra volver a cerrarlo antes de que pudiera escapar el último de sus habitantes: la esperanza.
Sin duda este es un mito muy bello para oídos cristiano: “sin importar cuántos males estén libres por el mundo, la esperanza siempre permanecerá con nosotros“. Sólo hay un pequeño problema con esta interpretación, la esperanza estaba en un jarrón en el cual los males habían sido encerrados y fue introducida en este por Zeus. Éste contaba con que todos los habitantes del jarrón escaparían para atormentar a la humanidad.
¿Qué nos dice este mito sobre los antiguos griegos? Nos revela algo sumamente escandaloso para los oídos cristianos previamente mencionados: que los antiguos griegos consideraban a la esperanza como el peor de los males, que vivían sin esperanza y que se consideraban dichosos por ello.
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Nietzsche distinguía entre 2 tipos de nihilismo: activo y pasivo.
El nihilismo activo es el más fácil de reconocer, pues es el nihilismo que es autoconsciente de sí. La experiencia de perder a Dios, a la Verdad Absoluta, a cualquier ideal utilizado para narrar un sentido que neutralice el absurdo de una vida que eventualmente culmina con la muerte, lleva a los arrebatos destructivos de parte de quien padece esta pérdida. Esta manifestación del nihilismo, que Nietzsche identifica como temática en gran parte de la literatura rusa contemporánea a él (como Turgenev y Dostoyevsky), se resume en la cita del segundo de estos autores: “Si Dios no existe, todo está permitido”. El todo aludido refiere principalmente a la violencia, la blasfemia, el suicidio y el asesinato. Permanecer aquí es permanecer en el berrinche de ser negado lo qué justo no se puede tener.
El nihilismo pasivo es menos evidente (y por lo mismo más insidioso) que su contraparte activa. Consiste en la construcción de simulaciones de lo verdadero que niegan la vida, el cuerpo y lo material. Nietzsche inicialmente ve este tipo de nihilismo en el platonismo, por la propuesta de un mundo de las ideas más real y verdadero que el mundo material. El platonismo da inicio a una tradición de desprecio del cuerpo y de la vitalidad, continuada por y fortalecida en el cristianismo, con la enseñanza de un supuesto reino de los cielos que será heredado a los débiles y desgraciados en vida después de la muerte. El nihilismo pasivo también lleva a la muerte, pero esta es una muerte lenta, famélica, ascética. El nihilismo pasivo es una muerte en vida, de la cual sólo se escapa mediante la muerte real o la traumática toma de consciencia que lleva al nihilismo activo.
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Existe la famosa cita de Marx que representa un importante punto de encuentro con Nietzsche: “La religión es el opio del pueblo.” El uso del opio como figura metafórica también teje un puente con Freud, que consideraba a la religión como un mecanismo narcótico.
Pero no es necesario detenerse en la religión coma la droga, podemos encontrarla en todo simulacro que pretende gobernar la cotidianeidad; desde la moral, la justicia y los derechos humanos hasta los índices financieros y la equivalencia de las distinciones cualitativas impuestas por la fetichización de la moneda. Todo esto viene a ser un nihilismo pasivo: un patético aferramiento al cadáver mutilado de Dios impulsado por el temor a aquel síndrome de abstinencia llamado nihilismo activo.
Hay un sinfín de críticos que intentan salvaguardar sus sistemas y evitar la destrucción indiscriminada resultado del nihilismo. No han caído en cuenta que el nihilismo no es algo que se evita (Nietzsche nos muestra que es un poco tarde para esto), más bien es algo que se supera.
Estarán de acuerdo conmigo al decir que, de alguna manera, el adicto que sufre por abstinencia está en mejor situación que aquel que sigue consumiendo, pero que de lo que se trata indudablemente es llegar a ser el adicto que hizo algo de su sobriedad, sin recurrir a sustitutos para su adicción.
Si bien pudiera parecer un combustible, la espera por algo mejor más bien atrofia a quienes recurren a ella. Nuestra dependencia de ella nos hace caer inevitablemente en la inacción, sobre todo cuando la perdemos; sin embargo, también aparece la posibilidad de recurrir en vez al deseo como combustible. La utilidad del cambiar el “actúo con la esperanza de…” por el “actúo por el deseo de…” podría parecer no muy significativa, pero esta es una diferencia que representa una toma de conciencia por parte de quien enuncia estas palabras. La voluntad de quien enuncia (voluntad de enunciación) queda al descubierto, y cae en cuenta de que no necesita justificarse frente a nadie más que a la afirmación producida por su deseo. Descubre que toda su potencia estaba en el querer, y la sedación de creer en un falso ideal es reemplazada por una creencia en la vitalidad propia y la de sus iguales. Verdaderamente, no hay peor mal que la esperanza, y no hay bien más grande que ser libre de ella.