Entre umbrales y membranas
Alejandro Cárdenas, Alejandro Ricote y Jimena Balcázar

Del otro lado de la puerta un hombre
deja caer su corrupción. En vano
elevará esta noche una plegaria
a su curioso dios, que es tres, dos, uno,
y se dirá que es inmortal. Ahora
oye la profecía de su muerte
y sabe que es un animal sentado.
Eres, hermano, ese hombre. Agradezcamos
los vermes y el olvido.
-Jorge Luis Borges, “La puerta”
Existe un diálogo inconsciente entre los espacios que habitamos, y es en su invisibilidad en donde se construye una rutina en la que existimos y habitamos sin siquiera reparar en ella. Sin embargo, es esta la que ordena nuestra vida y aquellas pequeñas cosas que la rompen son las que sacralizan nuestro existir, nuestro habitar, nuestro vivir.
El diseñador Nendo habla de la importancia de los pequeños momentos “Wow”: mediante ellos es posible enriquecer las experiencias humanas. En toda casa hay espacios de transición, llámense puertas, ventanas, vanos, etc; pero, ¿Qué pasa si estos umbrales dejan de ser una mera transición para convertirse en un recordatorio, en una exigencia para el disfrute de los pequeños momentos especiales?
Para comenzar a responder a esta pregunta hay que pensar en que el hombre es un ser arquitectónico que no sólo construye para hacerse de un refugio. Desde el principio de nuestros tiempos el ser humano ha buscado dotar de sentido su habitar en el mundo. Fue a través de la arquitectura que hemos encontrado un medio para comunicarnos y generar pertenencia, creando edificaciones capaces de satisfacer nuestras necesidades tanto físicas como psíquicas. Así, el fenómeno arquitectónico se posiciona más allá del objeto construido; se llena de propósito en el cómo habitamos, en cómo generamos un diálogo que se construye en la apreciación de los momentos que en medio la agitación de una vida que va de prisa suelen pasar desapercibidos, silenciosos.

Se dice que el ser humano sufre de querencia cuando vuelve al sitio donde fue criado. El porqué de esta nostalgia especial se halla, precisamente, en los umbrales y membranas que configuran lo que llamamos y reconocemos como “hogar”. En la sangre del mexicano corre la nostalgia y el gusto por los momentos especiales; de ahí que la arquitectura mexicana se distinga por sus patios, por los nichos, los pórticos y los atrios. Se nos antoja el umbral y el diálogo que se tiene con él, la imagen de los abuelos sentados a la sombra de un árbol muestra —al igual que el encontrar refugio junto a la ventana cuando se lee un buen libro y el sentir el asoleamiento de un rayo de luz por la mañana— la importancia de los momentos “Wow”, de la brevedad de un instante que si bien aparece como una sombra, sólo es posible cuando se dialoga con el espacio, cuando se llenan los vacíos espaciales con nuestros propios y privados estados mentales; en el espectro de un ritual, de una sacralidad cuasi-invisible.
Estas virtudes son requisitos de la buena arquitectura, de aquella que es delicada y que —por tanto— no necesita de ornamentos para sumergirnos en experiencias únicas, aquella que se enfoca en un valor especial que trasciende a los muros cuando se interroga por la forma en que sus usuarios habitan. Recientemente se ha confundido el valor arquitectónico con la ornamentación, con el revestimiento de las crudas realidades espaciales que nos ofrecen los comúnmente llamados edificios “modernos”, aquellos que ofrecen un lujo que encanta por la superficialidad que los caracteriza sin preocuparse por la calidad de los espacios, sin plantearse la importancia de los momentos humanos que nos dan una pista de aquello que nos hace sentir vivos. Ante la posibilidad de optar por un buen jardín con espacios sociales, flexibles y armónicos, se opta por tener una sala ornamentada que enaltece la figura celestial de la televisión.
Así como Sartori en Homo Videns habla de una sociedad teledirigida, en la arquitectura hemos de hablar de una cultura fachadista que cae en la tendencia de diseñar lo que veremos, como una carcasa, dejando en segundo plano los ambientes que habitamos. Y, si bien es cierto que la arquitectura debe ser comunicativa, la pureza de unas cuantas formas escultóricas en una casa —por muy bella que sea— se olvida de la importancia del estudio humano y de la esencia del habitar.
Es entonces donde aparece la importancia de los umbrales, de la introspección que nos obliga a reparar en los momentos humanos que permiten a la arquitectura generar espacios que realmente nos llenan, aquellos que pasan desapercibidos y que no abruman —como lo haría un espacio escultórico cuya existencia depende de generar impresiones pasajeras—. Hemos de cuestionar pues los espacios que habitamos porque, siendo honestos, la forma de habitar no se ha transformado en los últimos cien años: seguimos habitando dentro de los mismos espacios inflexibles de antiguas generaciones donde la casa queda reducida a cuartos y cuartos, muros que aíslan la actividad humana para sí misma, dejando de responder a las membranas de convivencia que operan como motor y fundamento de la convivencia humana que transforma la existencia en vida.
º
Entre cuatro muros se escribe una simple instrucción: aquí se duerme, aquí se cocina, aquí se piensa. Se construyen estructuras que aíslan y distribuyen la vida en fragmentos bien diseccionados. Se determina el lugar en donde uno comienza a hacer un esbozo de si. En su determinación se revelan sus límites, se fractura lo que es fundamentalmente continuo y uno se vuelve incapaz de saberse y de sentirse fluctuante, contradictorio, indeterminado, inmenso.
En el centro del muro se halla un espacio vacío al que apodamos puerta. La puerta como transición, como condición de posibilidad de un afuera que permite hablar de un adentro, como ruptura y desobediencia de un mandato bien redactado. En ella se reescribe la instrucción: aquí se ama, aquí se sueña, aquí se construye una historia, una vida. En las esquinas de la habitación vive ahora un recuerdo, un futuro posible, un pasado que acecha invisible, que susurra ahuyentando el polvo, la imposibilidad de conjugar a los que están con los que estuvieron, los que estarán. Entre cuatro muros que se desvanecen de pronto habita la totalidad del tiempo, del espacio. En ellos habitan seres que anhelan su fragmentación, su discontinuidad. Ahí la memoria, ahí la vida…