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En manos incorrectas: la prisión preventiva



En un país como México, la prisión preventiva oficiosa se debería usar sólo en los casos más extremos.


Pero el presidente no está de acuerdo.


La semana pasada la Suprema Corte de Justicia anunció que la prisión preventiva oficiosa ya no podrá ser decretada contra los acusados de contrabando, facturación falsa y defraudación fiscal, cosa que a AMLO no le gustó ni tantito.


Y es que López Obrador siempre ha querido que esta medida se use más, que aplique para más casos y, en corto, que no sea tan difícil dictarla.


México, poco preparado


La prisión preventiva oficiosa es una medida grave. Le arrebata la libertad a una persona sin la más mínima investigación.


Pero en un país en donde la corrupción permea todos los niveles del Estado y en donde la impunidad es tan alta, se vuelve una amenaza y no un paliativo.


México no tiene las herramientas para asegurarse de que la prisión preventiva se use bien.


La corrupción y la negligencia en el sector Judicial llevan a encarcelamientos injustos, arbitrarios.


El poderío económico a algunos los deja en libertad aunque hayan cometido un crimen. Las vulnerabilidades, a otros, los llevan a una celda por más inocentes que sean.


La medida además se puede usar con fines políticos para asegurar que los opositores del Estado estén tras las rejas. Y los prejuicios del sistema se ven reflejados en los encarcelamientos discrecionales.


Hoy en día, la prisión preventiva afecta más a las mujeres que a los hombres. El 52% de la población femenina privada de libertad no ha recibido sentencia.


El 99% de la población indígena que está encarcelada tampoco.


La negligencia con la cual el Estado, por años, ha tratado a las mujeres y a las personas de pueblos autóctonos se traduce directamente en la severidad con la cual se les castiga.


Aquí el sistema no es justo. El poder Judicial debería servir de contención al Legislativo. No tiene por qué apoyar a los poderes del Estado y validar las injusticias que cometen.


El Judicial, en un país corrupto, no debería tener poderes irrefutables e incuestionables. Un Estado fallido, al final, no puede hacerla de juez absoluto.


Los presos de la 4T


En 2008, una reforma de Felipe Calderón recortó la lista de los crímenes que merecían prisión preventiva oficiosa.


De 2015 a 2019 la población encarcelada lentamente disminuyó, liberando las cárceles y reduciendo los números de personas inocentes privadas de libertad.


Pero en 2019 una reforma impulsada por López Obrador volvió a ampliar la lista. Desde entonces el número de encarcelados no ha parado de crecer.


De 2019 a 2020 la población de reos pasó de 199 mil a 211 mil, 40% de los cuales no tenían sentencia. Para abril de 2021 ya habían entrado otras 7 mil personas a penales de la república.


El dinero gastado en centros penitenciarios ha subido de 20 mil millones de pesos en 2017 a 37 mil millones en 2020.


Y si algo queda claro es que acá el Judicial ya no se encarga de vigilar que la ley sea aplicada. Ahora, más bien, se ha convertido en un mazo imponente y opresor que primero castiga y ya después investiga.


Lo que hay detrás de los números


Para López Obrador y sus secuaces, para los magistrados y los jueces, las personas encarceladas de manera injusta serán una cifra en un papel.


Pero un preso inocente es una persona de carne y hueso con ideas, con historias, con aspiraciones y cosas que aportar.


Una persona encarcelada por una iniquidad en realidad es una familia privada de la libertad.


Arturo Medina Vela estuvo encerrado de 2011 a 2015 por un robo de coches que le achacaban.


Tiene una discapacidad y ha dicho que los policías del penal se mofaban de él, que rara vez le dieron atención médica y que lo atormentaban diciéndole que iba a morir en prisión.


Al final fue declarado inocente. Su abuela, que lo había cuidado desde niño, murió mientras él estaba preso.


A Daniel García lo arrestaron en 2002, sin pruebas, por un asesinato que niega haber cometido.


Preso, empezó a perder la razón: un día mandó a sus hijas una casa de muñecas para que jugaran, pero las dos ya eran adultas.


A ellas el tiempo las hizo madurar. Su papá, en cambio, vivió 15 años en un limbo en donde el tiempo no corre.


Pedro Gatica perdió la libertad a los 16. Estuvo 12 años en la cárcel hasta que, en 2011, lo absolvieron.


Originario de un pueblo indígena, tuvo que aprender español al interior de una celda porque, durante sus juicios, nunca tuvo un intérprete que lo ayudara.


Una herramienta peligrosa


En México sobran las personas inocentes que cumplen una sentencia.


Y mientras el Estado determina si son culpables o no, mientras se revisan papeles, preparan audiencias, alistan casos y determinan fechas, estos individuos son expuestos a un ambiente inhóspito en el cual no tienen por qué estar.


Mientras esperan a que se resuelva su caso, afuera pasa la vida. Crecen las hijas, mueren los familiares.


Y por más que muchas veces al final sean absueltos, nadie les puede regresar el tiempo que esta justicia fallida les quitó.


Aquí se ha vuelto más importante el castigo que la rehabilitación, la verdad y la justicia.


El Estado, en vez de velar por sus ciudadanos, muchas veces atenta contra ellos.


Y mientras en las cárceles haya personas inocentes, mientras la justicia aplique para algunos y no para otros, mientras el poder Judicial limite la libertad en vez de cuidarla, este país no podrá ser libre tampoco.





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