El fútbol y un método para la verdad

Existe una corriente que suele desprestigiar al deporte frente al intelecto, como si todo esfuerzo físico estuviera desligado de un esfuerzo del pensamiento. La realidad, como ente histórico y por lo tanto contradictorio, dista de ser tan clara en sus opuestos, y el blanco y el negro suelen tener una relación más estrecha que el hambre y el pan.
Dos lecciones podemos tomar, por ejemplo, del fútbol. La primera es referente al tiempo. La vida comienza a organizarse según la expectativa de un partido. Para un verdadero aficionado, el sentido de toda una semana, de todo un mes, desemboca finalmente en esas dos horas donde un juego de probabilidades se desarrolla a manera de espectáculo. Los actores no saben lo que les depara el destino. Entrenan toda la semana, confían en sus habilidades, pero la incertidumbre reina por sobre todos los sueños y anhelos. El giro del balón, el movimiento incesante, el tránsito: esa es la esencia misma de la vida. La pasión modifica la inteligencia, de manera que lo inmóvil adquiere velocidad; lo profano, sacralidad; el devenir, eternidad. Así, aquel juego se torna serio, pues le da su lugar a cada emoción. Nadie permanece indiferente, nadie quita los ojos del balón sin esfuerzo. El cuerpo en su intensidad produce la belleza de movimientos nunca antes vistos. Es una danza matemática, si se quiere, pero también es la violencia, la frustración, lo inesperado. Así que el fútbol encapsula toda emoción posible y las mantiene en una lucha constante sobre un campo que, sin embargo, no es de batalla, sino de juego.
En el ámbito profesional la unidad de un equipo, mas que la duración de un partido, corresponde a un símbolo – aquello que significa dicho equipo. Algunos nos dan la impresión del poder, del ganador; otros, la de la humildad, la de la lucha constante. En el fútbol amateur, sin embargo, se produce un fenómeno de unidad que va más allá de una representación. Cualquier cualidad social o representativa fuera del campo se anula. El doctor o el empleado de una tienda de autoservicio sólo toman el mismo rol en el campo. Entonces la pasión se convierte en una igualdad, en una justicia insospechada. La segunda lección viene derivada de esta unidad. El mejor no siempre gana, pues ¿qué es ser el mejor? ¿Y es justo que gane siempre el mejor? Las estadísticas juegan un papel fundamental para los debates televisivos: posesión, oportunidades, tiros de esquina… pero esos datos no funcionan como tales, pues, aunque uno mantenga la vista directa al sol, no quiere decir que entienda lo que es, ni que pueda verlo. La verdad, como anota Kierkegaard, es subjetiva. No quiere decir que cada quién es capaz de proclamar su propia verdad, sino que esa estadística debe vivirse, debe sentirse como propia. Si el equipo rival tiene una sola oportunidad en todo el partido y la vive, la siente, y, por lo tanto, la aprovecha, será suficiente para ganar el juego. Y aunque ganar no lo sea todo – el negocio es lo que es todo – la fe se mantiene siempre fija en ese objetivo. Perder tiene su belleza, sobre todo cuando se cae dignamente, sobre todo cuando el rival gana no por un deber, sino por un querer.
El esfuerzo por despreciar la cualidad ritual del deporte y modificar su esencia al espectáculo bruto promueve la necesidad de tomar con dignidad nuestras vidas y repoblarlas con nuevos símbolos, con nuevos significados. A fin de cuentas, un partido de fútbol no es la vida, pero revela mucho de ella.