Doppelgängers o el horror de ser
Actualizado: 13 mar

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En su ensayo “La imagen que nos falta”, Pascal Quignard introduce al lector a lo que él reconoce como las dos imágenes que siempre le faltan al ser humano y que lo persiguen por su ausencia: la urzene, imagen del momento de nuestra creación, y la nekhuia, imagen del momento de nuestra muerte.
Aunque el estudio de Quignard, que pasa a relacionar con el arte, resulta sumamente interesante, al leer estos dos primeros postulados surge una pregunta: ¿no hay, más allá de esos dos ejemplos, otra imagen que siempre nos falta, y se hace presente a diario? Estamos hablando, pues, de la imagen de uno mismo: nunca nos podemos ver a nosotros mismos de frente, de manera real. La única concepción que tenemos de nuestro rostro y nuestra apariencia física viene a nosotros a través de dos medios: la cámara, y el espejo.
El doppelgänger dentro de la cultura popular siempre se utiliza como un elemento de terror, como el doble, el otro yo que pretende lastimar al yo ‘real’. Tenemos películas como Us de Jordan Peele, Enemy de Denis Villeneuve, Black Swan de Darren Aronofsky, Perfect Blue de Satoshi Kon, Coherence, de James Ward, y una infinidad de diferentes representaciones donde el doble es representado como un enemigo (esto sin mencionar las obras literarias y pictóricas). Pero ¿de dónde viene este horror que nos causa pensar en vernos duplicades?
La relación que tiene el ‘yo’ con la imagen en el espejo, la manera en la que se relaciona nuestro propio sujeto con la imagen especular, cómo nos identificamos con esta nos permite, por un momento, aferrarnos a la ilusión de que somos. Pero, ¿qué pasaría si, de repente, ya no contamos con esa imagen en el espejo? ¿qué pasaría si nuestro yo no está ahí, mimetizando nuestros movimientos y recordándonos que aquello que vemos reflejado es lo que somos, es lo que hacemos?
Cuando nos vemos en un espejo por primera vez, nos reconocemos y asumimos como sujetos.
Sentimos la tensión de nuestro cuerpo fragmentado, pero sabemos que podemos jugar con esa tensión porque el espejo no es real. Cuando esa imagen se vuelve real, cuando se presenta la imagen del doppelgänger a un sujeto, es testigo de la fragmentación de su propio cuerpo, pero de una manera diferente: vive una recorporalización al verse en carne y hueso, dimensionarse por primera vez ante el espacio. Se percibe como percibe a las demás personas, como seres reales de carne y hueso.
Pero también se vive una descorporalización: el ver el cuerpo propio frente a nosotres, nos sentimos ajenos a nuestro propio cuerpo, nos causa inconformidad, tal vez un poco de vértigo, tal vez un poco de terror. Saberse cuerpo es aceptarnos dentro de la realidad. El sujeto ve su imagen y se sabe mirado por esta, pero sabe que esa imagen, aunque corresponde físicamente a él, no es su ‘yo’.
El doppelgänger nos fuerza a reconocernos como cuerpos en el espacio y apunta a una serie de discusiones interesantes. Más que nada, por qué nos perturba tanto sabernos más que imagen, más que representación en el espejo, y sabernos portadores de un cuerpo. Asimismo, aporta una pregunta crucial: entre lo que siento y lo que se ve, entre aquello que percibo y aquello que el mundo percibe como ‘yo’, ¿dónde queda aquello que soy?