Alberca vacía o los recipientes de la memoria
Siham El Khoury

Se acerca quizá la época de oro de las ensayistas latinoamericanas. En los últimos años, los textos críticos y autorreflexivos escritos por mujeres han brotado en cada esquina de nuestro continente. Ahora más que nunca, sus obras están creando un surco en la tierra de nuestra literatura y marcando un nuevo camino para las voces del porvenir. Tal es el caso de la editora, poeta y traductora mexicana Isabel Zapata, cuyos textos son inclasificables, pero presentan indudablemente una vena ensayística y un tono de intimidad. Entre sus obras (como Ventanas adentro, Las noches son así, Una ballena es un país o In vitro), destaca la conmovedora colección narrativa llamada Alberca vacía.
Mediante este conjunto de breves relatos, Isabel Zapata parece explorar el funcionamiento de diversas manifestaciones de conciencia, pero ella misma comprende que esa area solo puede lograrse a partir de la experiencia propia. Así, Alberca vacía es una proyección de nuestras angustias y pasiones, la reflexión multifacética de un “ser” y “estar” en el mundo que es, a la vez, universal y profundamente subjetivo. De ahí que la experiencia de vida de la autora se entreteja cuidadosamente con el resto de la narración y conforme una especie de “autoficción”. Se trata de un ejercicio de imaginación y empatía.
Así pues, Alberca vacía hace un recorrido por el mundo en busca de sus secretos y patrones, de los afectos que lo atraviesan (y que, en consecuencia, caracterizan también a quienes lo habitamos). Por eso, en este libro, nos encontramos con perros que contagian alegría, pulpos que se reúnen en el mar, aves que duelen por sus muertos y que, como nosotros, son capaces de coleccionar. En las palabras de Isabel Zapata, “no somos los únicos que volvemos [...] con objetos que sostienen un recuerdo incapaz de sujetarse por sí mismo” (47). Queda claro que este trayecto desemboca en ella misma como ejemplo de humanidad, con emociones influidas o catalizadas por lo cotidiano, enraizadas principalmente en el plano material.
Dentro de este amplio espectro emocional, la joven autora mexicana rescata la ausencia (y, por lo tanto, la añoranza) como una carga en sí misma. Podríamos pensar esta carga no solo como un peso, sino también como una suerte de energía, de electricidad, que impregna nuestras pertenencias. El resultado es una serie de objetos “cargados” de sentido (de sentimiento) que fungen simultáneamente como placebos contra la ansiedad de la carencia y como cicatrices de lo perdido. He aquí los catalizadores de la melancolía, regados por nuestras habitaciones como si formaran un campo minado: mirarlos es también hacerlos detonar. “No resulta entonces tan extraño”, reflexiona Zapata, “que [...] algunos filósofos clásicos hayan pensado que el ojo humano emite una luz para ‘sentir’ aquello que mira, [...] un ‘fuego visual’ que arde entre nuestros ojos y el mundo” (29).
Pues bien, parecería que, ante la desaparición o la muerte, la acción más natural es buscar a nuestros seres amados entre los escombros, entre los bienes que los rodearon y marcaron su paso. Esos objetos, convertidos en recipientes de la memoria, cobran vida propia y nos interpelan; "invaden" nuestro espacio con una voz imposible de callar. Los recuerdos que estos resguardan nos "anclan" y nos dan raíz; conforman el terreno sobre el cual caminamos, como arena que abraza nuestros pies y cubre nuestros dedos. Sucintamente, somos lo que nos queda y lo que quedará (después) de nosotros, la suma de aquello que heredamos y nos es heredado. Al final, moriremos tan solo para "reposar" en todo lo que un día nos atrevimos a llamar "nuestro".
¿Pero qué tan “nuestros” son los residuos de lo querido? En realidad, dichos residuos solo nos ofrecen dos cosas: la fantasía de la apropiación, por un lado, y una suerte de “traducción”, por el otro. ¿A qué me refiero con esto? En primer lugar, debemos notar que los objetos memorables cercan la realidad, aluden a ella, la acarician; pero no la capturan, no la duplican, no la preservan. Nuestros seres amados, las actividades que añoramos, los eventos que nos han cambiado no son más que referentes hacia los que estos objetos solo logran apuntar. “Es una trampa”, asegura Zapata, “porque nos regalan un imposible: la ilusión de que uno puede apropiarse de lo observado al mirarlo” (29). Dado que esa posesión es ficticia, la realidad material nos ofrece, más que un traslado al pasado, una “traducción” de él. Dicho de otro modo, no nos encontramos ante una reproducción fiel y completa de lo que hemos perdido, sino ante una transformación recurrente de un instante irrecuperable. Afirman los relatos de Alberca vacía que lo tangible “reproduce al infinito aquello que ha tenido lugar una sola vez; es decir, repite artificialmente aquello que no puede repetirse” (Zapata 23).
Por consiguiente, rodearnos de esos depósitos de memoria (mantenerlos a la vista, al alcance de nuestra mano) implica un ciclo de creación y recreación de aquello que anhelamos de vuelta. Esto significa que las imágenes que guardamos (o, para ser más precisos, las escenas que reformulamos) son capaces de reemplazar el pasado. Si revisitamos estos objetos constantemente, “lo real” puede reducirse hasta alcanzar el tamaño de lo que sostenemos entre las manos. La joven autora mexicana introduce, en ese sentido, la idea de la "edición" de los recuerdos, la reconstrucción del pasado (y, de alguna forma, la leve “traición” que ahí se esconde, en la fabricación con la que resanamos nuestros vacíos).
Entonces, ¿vivir el luto es equivalente a imaginar para “rellenarnos”? ¿Acaso sanar conlleva rediseñar nuestras heridas? Si bien Alberca vacía se ve atravesada por estas preguntas, Isabel Zapata no puede ofrecernos una respuesta definitiva. Contamos únicamente con su experiencia y con la intuición de que los soportes de los recuerdos terminarán por convertirnos en otra clase de recipientes, en lúcidos vehículos de la añoranza. Confiesa la autora: “Así como las albercas no son su agua ni su forma, sino el espacio que comparten, yo también me he convertido en un contenedor acuático. Soy donde no estoy: habito el pasado, los recuerdos ajenos, los espacios donde hubiera vivido si tan solo” (Zapata 69-70).
Tomando en cuenta todo lo anterior, sería sencillo asumirnos condenados a la incompletud. Sin embargo, esa no es la nota con la que concluye Isabel Zapata, ni es con la que pienso quedarme yo. Lo cierto es que, a pesar de la finitud que nos acecha, “algo se conserva siempre: espacios que rebasan su territorio, posesiones que no es necesario meter en cajas ni rescatar del derrumbe porque son imposibles de perder” (Zapata 53). En definitiva, nos encontramos ante una nueva y agridulce ley de la conservación. Es cierto: hemos hablado de la fuerza de lo tangible, del flexible gobierno de la memoria, pero eso solo nos indica que siempre es posible (con tan solo un vistazo) “traducir” una experiencia: derramar en nuestro propio pecho cualquier otro corazón.
Obra citada
Zapata, Isabel. Alberca vacía. Editorial Argonáutica, 2019. Colección Polifemo.