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Adiós, feminismo

Actualizado: 12 ago 2021


Existe entonces la nación. Existe el juzgado.

Existe el mapa. Existe el documento. Existe la

familia. Existe la ley. Existe el libro. Existe el

centro de internamiento. Existe la psiquiatría.

Existe la frontera. Existe la ciencia. Existe

incluso Dios. Pero mi cuerpo trans no existe.

-Paul B. Preciado




He decidido tomar distancia de un movimiento que he apoyado en cada palabra que he escrito, porque sólo con cierta lejanía es posible dar cabida a la duda. Decido hacer una pausa para permitirme formular preguntas que nunca me parecieron tan necesarias y urgentes, para repensar el motivo que me insertó en esta lucha y, desde luego, el objetivo por el que milito y por el que me movilizo.


El pasado 20 de julio, el Congreso del Estado de México aprobó la Ley de Identidad de Género, con la cual se facilita la rectificación del acta de nacimiento en aras de que esta se corresponda con la identidad de género de la persona. Esta noticia, en medio de un momento de crisis en el que únicamente se hacen saber tragedias e infortunios, sólo podía parecerme esperanzadora. Pero como era de esperarse, mi alegría fue brevísima. Al entrar a twitter me encontré con la agria molestia de varios grupos feministas que se posicionaban en contra de dicha ley, declarando que “Somos mujeres. Nacimos mujeres. No es un sentimiento. Y no tenemos p3n3”, utilizando el hashtag “#NoAlBorradoDeMujeres”.


Nada de esto era nuevo para mí. Sé bien que estas posturas existen desde hace tiempo. Sólo que esta vez tuve el sentimiento de que, casi como si estuvieran mirándome, me exigían una reacción. Me entretuve escribiendo un hilo que, unos minutos después, decidí eliminar. Quería olvidarme del asunto, no saber más. Supe entonces que algo no marchaba bien: un movimiento que un día fue un refugio para mí, de pronto se me presentaba como una molestia que me enfrentaba, precisamente, con las mujeres que alguna vez fueron mi red de apoyo; por las que en un principio me pronuncié como feminista. Escribo ahora porque la manifestación de mi apatía me resultó enfermiza. Escribo porque el silencio puede fácilmente convertirse [traducirse] en indiferencia.


Aunque el lector podría pensar que estoy haciendo un muñeco de paja de la discusión general, me gustaría comenzar planteando el problema de una manera escueta, sin muchos rodeos. En los últimos años, múltiples colectivos se han servido de ciertas corrientes feministas para darle cabida a un discurso trans-odiante. Efectivamente, en la teoría se puede encontrar tierra firme en la que su postura eche raíces, pues quienes suelen reproducir este discurso parten —por lo general— de la idea de la abolición del género, o bien, del feminismo de la diferencia sexual de pensadoras como Luce Irigaray y Luisa Muraro. En otras ocasiones, quizá más desafortunadas, se trata de una mera repetición vaciada de fundamentos.


Así pues, me dirijo ahora al primer argumento para reparar en sus implicaciones. Para ello considero de vital importancia reconocer que, pese a la creencia de que la categoría de “género” fue una creación de la agenda feminista de los años 60, en realidad esta pertenece al discurso médico de finales de los años 40: un período en el que Estados Unidos se dedicó a invertir una cantidad de dinero en investigación científica sobre el sexo y la sexualidad sin precedentes. En este contexto los cuerpos intersexuales con órganos considerados “indeterminados” por la medicina no tenían cabida.


El concepto de género emerge para poner orden a lo que parecía no estar en concordancia, designando a la vez el “sexo fisiológico” y la posibilidad para modificar el cuerpo según un ideal regulador preexistente de lo que un cuerpo —masculino o femenino— debía ser. Ante el paradigma del género, el cuerpo dejó de ser materia pasiva para devenir un sistema tecnovivo, segmentado y territorializado según diferentes modelos: el género restablece la relación “original” entre el sexo y el papel que el individuo asume en la sociedad, para hacer del cuerpo una inscripción legible y referencial de la verdad del sexo. En un principio, viene a decir que a aquello que se entiende como un “aspecto femenino convincente” le corresponde una vulva, y al “aspecto masculino convincente”, un pene. Pero esta correspondencia, en la cuna del género, no podía darse entre un aspecto masculino que deseaba tener una vulva, y viceversa.


El feminismo retomó este concepto, pensando que esta distinción era fundamental para combatir los omnipresentes determinismos biológicos que, pensaban, inmovilizaban a la mujer para pronunciarse en contra del sometimiento sexista que las reducía a la reproducción y al hogar. La idea del construccionismo social parecía estar en condiciones de borrar, de una vez y para siempre, la idea de que la genitalidad escribía un destino inevitable, un carácter indiscutible, una subyugación permanente de las mujeres relegadas al ámbito privado. En el fondo, pensar en estos términos es producto de una manera concreta de pensar a la ciencia, a la naturaleza y al cuerpo. Es resultado de pensar que en la ciencia no hay cabida para el discurso, para la ficción y el contexto; es creer que detrás del discurso científico hay “certeza”: así el cuerpo se usa como sitio de resistencia, como una realidad innegable a partir de la cual se puede construir un proyecto político con rasgos identitarios.


Partiendo de esa certeza del cuerpo, el feminismo de la diferencia sexual argumenta, precisamente, que la mujeres debemos ser capaces de definirnos a partir de nuestra propia experiencia del cuerpo como identidad sexuada. Así, el feminismo trans-excluyente de hoy viene a retomar estos argumentos para problematizar la idea de que tanto mujeres “cis” como mujeres “trans” —distinción que rechazan acérrimamente— puedan compartir el sentimiento y la percepción imaginaria de ser eso que llamamos “mujer”. Para combatir la opresión sistemática de las mujeres, argumentan, es necesario abolir el género —que vendría a ser la parte socialmente construida— pero partiendo, siempre, de la materialidad de los cuerpos. Entonces, la razón principal por la que consideran que las mujeres trans no deberían ser las sujetas políticas del feminismo es que, desde su óptica, vienen a reproducir la recalcitrante idea del género que se busca erradicar.


Frente a esta discusión, Judith Butler se posicionó con una aguda sospecha: quizá el sexo está tan culturalmente construido como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que la distinción sexo-género no existe como tal. Esto significa, en última instancia, que el género es el medio discursivo mediante el cual la “naturaleza sexuada” o el “sexo natural” se produce y establece como previo a la cultura: es esta, y no la biología, la que se convierte en destino.


Ahora bien, ¿en qué sentido el sexo ha sido siempre género? Pensemos en las famosas “gender-reveal parties”. Lo que la madre sabe del bebé en camino es sólo una cosa: su sexo. Sin embargo, ese único factor es determinante para imaginar y construir futuro, pues es a partir del momento en el que se dice de alguien que es un “niño” o una “niña” que comienza a construirse una realidad objetiva que reproduce una convención social. El sexo se supone, ya siempre, como el punto irreductible de partida para las diversas construcciones culturales de las que habrá de hacerse cargo. La vulva es, en este sentido, un vestido y un moño, y no al revés. El pene, por su parte, es una habitación pintada de azul y un balón, y no al revés.


El sexo sólo adquiere sentido y significado dentro de una red de significantes más amplia, y el reglamento de género, a su vez, se configura a partir del sexo. Al anticipar a la naturaleza como ley que conforma las categorías hombre-mujer, hacemos que dichas categorías se nos revelen como preexistentes, como naturales, como dadas. Pero aquí damos cuenta de que la naturaleza como ley de lo sexuado se revela como uno de los mecanismos más potentes de poder y subjetivación, puesto que su mera anticipación basta para que su efecto se produzca: asignar al bebé con un sexo y un género tiene un valor prescriptivo y no descriptivo. Y sin embargo, para que la naturaleza mantenga su estatuto de ley necesita un arduo trabajo de repetición, reproducción y manejo de los cuerpos y los deseos.


Vale la pena preguntarnos qué entiende el feminismo trans-excluyente por la supuesta reproducción de la idea de género que personificarían las personas “trans”. Me parece que se trata de una lectura material del cuerpo: cuando suponen que el momento en el que las mujeres trans se sirven de los fármacos para hacer que su cuerpo encaje en el diseño de lo que podría leerse como una “mujer”, reducen el “ser mujer” a un régimen de lo que es aparente. Con toda razón, hay que decirlo; el aspecto adquiere aquí una importancia mayúscula, se convierte en un centro somático de producción del género. El cuerpo es un texto que refleja el simbolismo de la sociedad. Es un cuerpo que se lee. Es un cuerpo que se interpreta. La genitalidad pasa a un segundo plano aquí, pues de lo que se trata es de identificar mujeres en una apariencia suficientemente convincente. Mujeres en los pechos, en los rasgos, en la voz. Es decir, la genitalidad se asume desde todo lo que no es genital. Sólo se cuestiona la feminidad de aquellas mujeres trans cuya apariencia no entra en la expectativa de una “mujer natural”, sólo la de la mujer trans a la que se le asoman las facciones masculinizantes. El cambio de nombre y de documentación, como requisito del Estado, se da antes por una disociación entre lo aparente y lo que está escrito sobre el cuerpo que por un asunto meramente genital. El mismo Paul B. Preciado tuvo que cambiar su nombre porque —para el Estado— su rostro de hombre no podía llamarse más, Beatriz.


Excluir a las mujeres transgénero de la lucha feminista parte de una noción extravagante sobre lo que significa “ser mujer”. Por un lado, buscan abolir el género, sosteniendo la importancia de la genitalidad. Pero, como hemos visto, género y sexo son dos cosas que no pueden pensarse por separado. Por otro lado, hacen una crítica de la reproducción de la idea del género en los cuerpos trans, pero esto sólo tendría valor si supusieran que una mujer se define sólo y únicamente por los comportamientos que se reflejan desde lo más evidente y superficial en donde —dicho sea de paso— el sexo pasa a un segundo plano. El sexo ya no es lo que define las diferencias, lo hace una lectura específica —heteronormativa, colonial, esencialista— de los cuerpos.


En todo caso, lo que la mujer trans viene a demostrarnos es que el cuerpo puede reescribirse, puede volver a diseñarse, puede ser reapropiado para devenir fuerza de agenciamiento colectivo de las tecnologías de género para producir nuevas formas de subjetivación. Los cuerpos pueden ser flujos que se escapan, desde luego que siempre con el riesgo de ser reterritorializados en una lógica de consumo, pero dejando que por una vez haya diluvio. La mujer trans excede el esencialismo biológico que se pregona desde ciertos feminismos. La mujer trans necesita ser sujeto político de los feminismos para entender críticamente que la diferenciación y naturalización de la desigualdad que apela al cuerpo sexuado binariamente forma parte de un proyecto de exterminio que comenzó en la antigua caza de las brujas. La mujer trans es objeto subyugado por el mismo sistema que coloca a las mujeres como subordinadas, como las “otras”. De lo que se trata es de dejar de hacer pactos con el Estado necro-patriarcal y feminicida que reapropia nuestras luchas por medio del separatismo, al ponernos frente a frente.

Me despido de todo feminismo que reproduzca discursos patriarcales sobre los cuerpos, los derechos y la vida de otras mujeres. Rechazando el determinismo biológico y pensando en que nuestra liberación no puede descansar en lo que nos sometió en primer lugar, me movilizo por todxs lxs que han sido oprimidos desde ahí.




Referencias

  • Butler, J. 2007. El género en disputa. Buenos Aires: Editorial Paidós.

  • Preciado, B. P. 2009. La invención del género, o el tecnocordero que devora a los lobos - Biopolítica del género. Universidad de Princeton.

  • ______ 2020. Testo Yonqui. Barcelona: Anagrama.

  • Valencia, S. 2018. El feminismo no es un generismo. Pléyade: Revista de Humanidades y ciencias sociales. No. 22, pp. 27-43.

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